sábado, 22 de febrero de 2014

Una chilena nos miró


Cuando estuve leyendo “Paula” de Isabel Allende, tremendo libro autobiográfico y muy humano, se desgarra la escritora para dejarnos un pedazo de ella y comprender su mundo, esto en medio de la crisis de mi país y evaluando mi situación en este contexto, entonces, me encuentro con esta líneas y es imposible no detenerme en ellas y ponerlas entre comillas.

“La disposición a la parranda, el sentido del presente y la visión optimista de los venezolanos, que al principio me espantaban, fueron después las mejores lecciones de esa época. Me costó muchos años entender las reglas de esa sociedad y descubrir la forma de deslizarme sin demasiado roce en el terreno incierto del exilio, pero cuando finalmente lo conseguí me sentí libre de las cargas que había llevado sobre los hombros en mi país. Perdí el temor al ridículo, a las sanciones sociales, a “bajar de nivel”, como llamaba mi abuelo a la pobreza y a mi propia sangre caliente. La sensualidad dejó de ser un defecto que debía ocultar por señorío y la acepté como un ingrediente fundamental de mi temperamento y más tarde de mi escritura. En Venezuela me curé de algunas heridas antiguas y de rencores nuevos, dejé la piel y anduve en carne viva hasta que me salió otra más resistente, allí eduqué a mis hijos, adquirí una nuera y un yerno, escribí tres libros y terminé con mi matrimonio. Cuando pienso en los trece años que pasé en Caracas siento una mezcla de incredulidad y alegría.”

- “Paula”, Isabel Allende.


No puedo negar que al leer la primera línea rompí en llantos, ¿a dónde se fue ese venezolano optimista?, ese día no dejaba de preguntármelo. Este año siento con mayor peso el gentilicio venezolano, como cuando una lluvia constante ensombrece el panorama e impide el normal  desenvolvimiento de tus actividades.

Siempre que me siento triste pienso en los alemanes. Ellos fueron victimarios y después víctimas de sus errores, como el ave fénix levantaron las alas de un país destruido por el abuso de poder y la división. Pienso en los franceses, en los polacos, en los italianos, en los holandeses, en los judíos, pienso en los españoles que estoicamente soportaron el rigor de una guerra civil, también pienso en los argentinos que soportaron esas dictaduras militares, y me pregunto ¿cómo quedaron esas almas después de ser golpeadas por días anegados de desesperanza?

Lo material se recupera, pero el alma, el alma de un pueblo, el inconsciente colectivo herido, la visión de uno mismo después de una gran caída, ¿con qué curita se cicatriza eso? Todavía me lo pregunto.

Hay días en que a una le sorprende que queden vestigios del buen humor del venezolano que siempre nos caracterizó, hasta en la misma forma de expresar su malestar hace uso de ese ingenio humorístico; sin embargo, algo dentro de cada uno de nosotros quedará marcado para siempre. Las calles las siento tan pesadas, las miradas son como de perro rabioso, y en las bocas difícilmente veo dibujarse una sonrisa. Nosotros no éramos así.

Cada mañana camino media hora desde la casa hasta el trabajo. Puedo decir que en medio del caótico servicio de transporte en Caracas soy una bendecida, camino a mis anchas, a mi ritmo, escuchando música que me acompañe en el camino mientras mi mente llena de imaginaciones de todo tipo se pone a volar. Siempre que paso por la avenida principal de Colinas de Bello Monte hay un señor parado frente a una tienda de griferías que me da los buenos días en un tono efusivo, lleno de alegría y candor propio del trópico, pero la mañana del jueves 13 de febrero no era lo mismo, no dijo nada, cargaba sus lentes oscuros tapando su mirada, y con dificultad dibujó una sonrisa de buenos días en la comisura de sus labios. Venezuela le duele a todos.

El venezolano era confianzudo, amiguero, a veces ingenuo, tal vez quede parte de esa ingenuidad, espontáneo, auténtico, ahora nos tocó ser espectadores y actores de la parte más oscura de nuestra idiosincrasia, dejamos que soltaran a los fantasmas que no habíamos sanado de procesos políticos y sociales anteriores.

Me duele cada muerto, sea político o producto del hampa, me duele que no nos entendamos, me siento impotente cuando no logro que un hermano venezolano me comprenda, por más que yo entienda todo su proceso de frustración y su visión, escucho las voces de queja de ambos lados y mi poco conocimiento de psicología no termina de asimilar cómo hay personas que aplauden ser oprimidas.

No sabemos el futuro, mucho menos en Venezuela, no sabemos cómo será ese mañana para el país, pero lo que sí estoy segura es que pagaremos un precio muy caro por la intolerancia y la ceguera de muchos. No nos bastó con la sangre de nuestros próceres para la independencia de la nación, sino que pareciera que nuestra contemporaneidad requiere de más derramamiento para no pasar impune en los libros de historia.


¡Escribo desde la esquina de la sobrevivencia!

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